CURSO DE COMENTARIO DE TEXTOS DE POESÍA DE LA EDAD DE ORO
Lección 10
7.4.- La imitatio de la naturaleza.
El párrafo con el que cerrábamos el apartado anterior, nos remite a otra idea. La imitatio era, en su sentido más amplio, cuanto hemos dicho y se refería al aprendizaje y cultivo de la poesía de acuerdo con el ejemplo de otros escritores.
Pero, en otro sentido, se llamaba imitatio también al arte de imitar o representar ADECUADAMENTE la realidad.
La teoría literaria del Renacimiento se apoyaba en la creencia fundamental, definida por Aristóteles, de que el arte debía “imitar” la “Naturaleza” (“de cada cosa”, podríamos añadir). Pero, también de acuerdo con Aristóteles, esto no significaba imitación de los fugitivos aspectos particulares de la Naturaleza, sino de lo ideal o de los principios esenciales y permanentes más allá de lo visible y de lo efímero.
“El arte debe imitar a la naturaleza” es, pues, una frase también emblemática del arte clásico. Pero, como hemos señalado, hay que entender “naturaleza” en un sentido muy amplio. Además de la naturaleza física, incluye cosas como la “naturaleza” del hombre (ser racional y sensible), la “naturaleza” de sus sentimientos, la “naturaleza” de los distintos ambientes humanos, etc). “Naturaleza” viene a ser como “el modo de ser propio, específico de cada realidad”. Pero veamos cómo lo hacían.
En principio, esto exigía que los elementos que aparecieran en el poema se pudieran identificar como convenientemente representativos de la realidad que pretendían expresar. Si el poeta describía una tormenta, su descripción debía parecer convincente, para lo cual el poeta debía saber cuáles eran los elementos significativos más representativos de la misma. O sea que, en primer lugar se escogían unos elementos como representativos de la realidad aludida, se sometía esa realidad a una reducción esquemática, se abstraían algunos de sus rasgos esenciales. Con lo cual en lugar de una representación (o imitatio) realista, en este arte clasicista tenemos una representación idealista de la realidad.
En cualquier caso, el poeta debía estudiar y conocer las realidades que fuera a cantar, para entresacar los elementos que en cada caso mejor las representarían poéticamente. Aquí es donde entran en juego la “erudición” filológica y el saber “semi-enciclopédico”. Para hablar de viajes por mar, el poeta debería informarse de la navegación, los barcos, la gente del mar… Para hablar del paisaje, debería estar familiarizado con las especies de árboles, etc. Es decir, la creación requería un trabajo previo de formación y “documentación”, en un sentido muy amplio.
Sin embargo esta “imitación de la naturaleza” no se limitaba a la naturaleza física. Como hemos dicho, también se refería a la “imitación” de los estados de ánimo de las personas, a la imitación de los celos, el despecho, o a la imitación de ambientes: pastoril, noble, etc. Por lo tanto, también acerca de ellos el autor debía “informarse”, documentarse con el estudio de las diversas disciplinas relacionadas con todo aquello que pudiera ser de interés para la creación literaria en general o para una obra en concreto .
Tras este planteamiento, resulta, en la práctica, que se consideraba que la “elección” de los elementos mejor aprovechables para representar muchas realidades ya había sido hecha con éxito por los escritores anteriores.
De modo que se recurría a la imitatio (emulación) de los maestros para conseguir una ADECUADA “imitación” (representación) de la realidad.
Debemos repetir aquel planteamiento que hacíamos: si un poeta quiere describir un paisaje puede partir de cero, pero sin duda su situación de salida será mejor si parte de cómo describió paisajes Virgilio, v.gr. El poeta podrá mejorar a Virgilio, pero sólo si tiene en cuenta lo que hizo Virgilio, lo que él ya logró. En realidad el arte tendrá mérito cuando en algún sentido vaya más allá del maestro y por eso pudo ser fecundo y no empobrecedor este concepto de la imitatio en tantos autores.
De manera que habrá autores que realmente tienen conocimientos de campos diversos porque han profundizado en el estudio de materias diversas. Pero otros, en cambio, buscarán “las ciencias” de que habla el Brocense (los conocimientos de campos diversos necesarios para el poeta), sólo a través de la imitatio, a través de los clásicos, del estudio de los autores anteriores..
Hemos de señalar otra consecuencia práctica de esto. La tradición clasicista que se “imita” y continúa, era en gran medida, un vasto código poético del que podían nutrirse los poetas sucesivos. Hasta el punto de que en muchos casos pueden concretarse las “instrucciones” para imitar adecuadamente. De hecho existían libros con listas de rimas o con catálogos de metáforas, o recopilaciones de léxico de campos concretos, con las que, podríamos decir, cualquiera podía intentar hacerse pasar por poeta.
Debemos ver en esto un ejemplo del espíritu racionalizador y reflexivo con que enfrentaban esto escritores la escritura. El arte no era para ellos fruto de la inspiración, sino del trabajo, del estudio. (Horacio, v.gr; había defendido este extremo). El arte tenía sus reglas, su propia lógica que no se podía contravenir. El lenguaje poético logra su efecto manejando ciertos elementos y haciéndolo de determinadas maneras… Estudiando a los maestros, las sucesivas generaciones de la tradición común han ido entresacando esas “reglas”. La lista no está completa, siempre está abierta, todo escritor puede hacer su aportación, su “descubrimiento”, abriendo nuevos caminos expresivos. Eso sí, sin salirse de la vía principal. Y su hallazgo pasará a ser otro “modelo”, otro camino a seguir.
Contra lo que algunos -como ciertos estructuralistas y otros- han intentado en el siglo XX, los clasicistas nunca pretendieron llegar a lograr un catálogo completo de todas las “instrucciones” para hacer poesía. Su intento de racionalizar el arte y el proceso creador pretende sólo una ayuda eficaz para los sucesivos escritores, y una garantía de que la tradición se mantendrá viva, siempre en alza, sin dar pasos atrás.
Así, las famosas “reglas clásicas”, tan denostadas, eran en realidad, en su sentido profundo, como “marcas” que señalaban el “territorio ya ganado” por el arte, al tiempo que estimulaban a los escritores a fijar la vista y su propia labor en lo que quedaba por conquistar. Si se racionalizan los principios del arte, ese código racionalizado se podrá pasar de una generación a otro sin miedo a que se pierda o se deforme (como había ocurrido, según ellos, en la Edad Media).
Este planteamiento de fondo de la estética clasicista es lo que explica la paradoja del arte barroco, a un tiempo continuador y contradictor del arte renacentista: todo depende de que se tome más o menos al pie de la letra, con mayor o menor relatividad ese punto central del papel de las reglas o principios clasicistas para el arte. Los barrocos más innovadores (Góngora, Lope) pensarán que no hay que tomarlos literalmente sino que hay que ir más allá y entender correctamente su intención, el espíritu que los anima. Pero podemos decir que, independientemente de la época concreta, los buenos autores siempre tuvieron cabal comprensión de ese trasfondo. Las reglas ayudan la poeta, pero lo que hace al poeta es la comprensión del espíritu de las reglas, su finalidad, y no ellas en sí mismas.
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